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Ese día hubo una algarabía porque el señor Manuel había dejado la tienda de abarrotes para irse del país lo antes posible. Pero, ¿cómo? ¿Por qué se fue? Si era muy bueno con nosotros, cada vez que podía, a gruñidos, pero muy buenl. Ya lo habian robado dos veces, me contó un amigo que recién había llegado al trabajo donde estábamos. ¿Cómo podía haberlo sabido el antes que yo? Seguramente porque era de esos tipos que le prestaba más atención a no perder las cosas que a encontrarselas. Para ayudarme, días atrás, Luisana, mi novia, me había dado su cartuchera, con todos los colores que usaba para pintar sus diseños, con esta instrucción. J, no debes perderla, si lo haces, se acabó. Rezongué un okey, largo y tendido, en mi cabeza; de resto solo asentí. Seguí hablando con Manuel, pero no el vendedor sino mi compañero, pero, ¿por qué se fue? En una casi lo matan, un golpe porque se resistió y el marcapasos casi lo hace cruzar el puente. Demonios, es que ya no se puede, respondí. La zona donde trabajábamos no era la mejor, pero si se acercaba a una de las peores. Dónde quedaba la abarroteria de Manuel, el señor, cientos de tipos con mala cara se apostaban a los alrededores bebiendo cerveza y cantando su dolor. Cada vez que podiamos pasábamos rápido, Manuel -mi nuevo amigo- y yo. Pero si el lugar no era el mejor, todo se compensaba con el salario, la gente y una fondita donde la señora cocinaba como en los buenos pueblos, es decir, bien. Así que para celebrar la llegada de nuestra nueva compañera Lucía, nos fuimos todos para allá. Lucía es de esa gente que no se entera por qué está dónde está, ni de qué diablos está haciendo allí, en cualquier lado, muy guapa, eso sí. ¿Por qué está entrando tanta gente nueva? Tuvimos que pedirle todo, desde el menú hasta la cuenta, tampoco estaba acostumbrada. Ella podía estar en cualquier lado a gusto, todo era su hogar, pero lo que más nos sorprendió era su insaciable apetito en ese cuerpo de 60 kilos y metro setenta de altura. ¿Y si vamos por unas galletas? Dijo después de salir al restaurante. Manuel y yo nos vimos, no quería las galletas, ella lo que queria ruido, caos, ver gente gritando como no lo había allá, dónde vivía. Quería una inspección antropológica al lugar donde le pedimos no pasara, a dónde el otro Manuel. Una algarabía por el ron y no sé qué tantas cosas más nos recibe acompañado de un quesloque, menorcito. Gente toma sus refrescos, víveres y demás y hace una cola infinita frente al despachador simpático pero lento. Después de comer, ya habia pasado una hora y el nuevo Manuel se impacienta, la señora de atrás también, yo tengo las galletas en la mano, empieza el caos, el desastre y golpean a Lucia, la gente la va bordeando con sus brazos y ella se hace de espagueti. A la mierda digo, mientras la jalo por un brazo, en un tumulto de gente que reclama al vendedor que se apure. Entran sus escoltas malandros, un hombre de más de dos metros de largo, que seguro jugó basket de joven, me ve y se sonríe, dice con una roncosa voz de años de alcohol, se me calman todos antes de que las cosas se pongan pior. Todo en silencio seguimos caminando hasta que, luego de terminarse el paquete de galletas y antes de llegar a la oficina, Lucía nos pregunta, ¿alguno pagó? No, pero tampoco, nadie se iba a devolver. Se cierra la puerta detrás de nosotros. 

No volvimos a tomar esa ruta, mientras más escuchábamos la música más nos alejábamos, tomábamos caminos alternos, escuchando el tutucu cada vez más lejos. 

Un día, a Manuel, a mi nuevo mejor amigo, se le ocurrió la genial idea de pasar por el caos, sin Lucía, claro está. Pasamos como tanteando con el miedo de que una nueva guerra se armara. De frente, sin ver más que de reojo, el viejo lugar de don Manuel. Era un contraste rarisimo, nada de ruido, nada de alcohol, un poco oscuro todo, como siempre, sí. Un calma perenne antes de la tormenta dónde escuchamos o escuché un, epa, tú, ven acá, con voz ronca de alcohol de siglos. Recordé esos ojos amarillentos, me imaginé esos más de dos metros y arranqué a correr, Manuel me imitó desenfrenado. Epa, tú, párate, me repitió. Iba a toda velocidad, la camisa se me salió y que le digo a Manuel, saca la llave, la llave. Imaginaba sus zancadas detrás de mí. Que te esperes, escucho. Menor, menor, espérate. A Manuel le tiembla el pulso me imagino. Ya no era mi amigo, supongo, no sé si venía atrás. Solo corrí y corrí hasta llegar a la oficina. Abri la puerta con cierta pericia, trato de cerrar y se atraviesa la mano de Manuel justo antes de hacerlo. Lo dejo pasar. Respiramos rápido, pulsación rápida, respiración aún más. ¿Qué pasó? me pregunta. No sé, me asusté. ¿Todo esto por unas galletas?, le digo. No, mucho, peor, amigo, me dice. Me tanteo los bolsillos del pantalón. Hiperventilo más, me pongo pálido. ¡La cartuchera!


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