Felicidad inmediata y no tan clandestina

Habíamos pasado por la oficina del libro par de veces, pero siempre había alguien en la entrada siempre cerrada, siempre barriendo. Y cuál La Molicie me arrepentí de entrar, el olor de los libros nunca es buen aliciente para alguien que tiene déficit de atención y mucho tiempo más por leer. 

El primer día fue único y necesario para terminar de olvidar esas fotocopias de un libro que Isabel, mi amiga universitaria, nunca quiso volver a prestarme. Se estilaba, las joyas que Roberto Martínez nos hacía leer, por lo general, nunca las vendían en Venezuela.

Así repasé, en par de días: Los gallinazos sin pluma, Silvio en el rosedal, La molicie todo pasaba con gusto y entraba con más por los ojos y se te clavaban en la cabeza por días. Empecé a obsesionarme.

Luego, candidez, inocencia y sinceridad de su decálogo para noveles escritores, que no estaba en ese libro, en esas copias, fue donde terminé cayendo en internet y por lo que terminaron odiándome cada vez que algún amigo me pedía le leyera su texto. Según Ribeyro esto... 

En fin, tras el olor de los libros viejos de Antonia, me dejé envolver, pedí un café, negro como mi alma, recuerdo que dije. Y lo vi, me vio, el flaco reía en la portada, yo no tenía más dinero, ni en la cuenta, ni en el banco, solo 100 pesos para sobrevivir hasta el lunes.  ¡Es Ribeyro! ¡Es Ribeyro!, grité.

Nadie se inmutó más que yo mismo y mi otro yo también.
Recordé cuánto lo busqué en Argentina. En un pasillo largo de libros, larguísimo, más que el de la UCV, pasaba la gente y me decía: ¿Buscás a Ribeyro? Claro, flaco, te lo tengo. Y me sacaban un libro de autoayuda que nada que ver. No, este no es, no es con i es con y. Bueno...

Paré el café. No lo quería. Quería ese libro gordo. ¿Cómo hago para llevármelo? ¿Lo puedo apartar? Sí, claro, déjanos algo. Te dejo estos 100, pero no tengo más. ¿Me lo prestan? Reviví mis horas leyendo una y otra vez al peruano superlativo en lo mínimo. Saqué un cigarro, lo merecía. Me senté y me trajeron un café, negro como mi alma. Estuve horas. 

Me despedí de él con la esperanza de volver. El lunes siguiente llegué y lo abracé como un infante. Y me sentí como la niña de Felicidad Clandestina y también la otra, la de los caramelos asquerosos. 


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