Una hermosa criatura* - Truman Capote
Fecha: 28 de abril de 1955.
Escenario: La capilla de la Universal Funeral
Home en la Avenida
Lexington esquina a la Calle Cincuenta y
Dos, en la ciudad de Nueva York. Una brillante asamblea se aglomera en los
bancos: celebridades en su mayor parte, del campo del teatro internacional, del
cine, de la literatura, presentes todos como tributo a Constance Collier, la
actriz de origen inglés que había muerto el día anterior a los setenta y cinco
años.
Nacida en 1880, miss Collier empezó su carrera como corista de
variedades, pasando a convertirse en una de las principales actrices
shakespearianas de Inglaterra (y, durante mucho tiempo, en la fiancée de
sir Max Beerbhom, con quien nunca se casó y quizá por ese motivo inspirara el
personaje de la heroína maliciosamente inconquistable, de la novela Zuleika
Dobson, de sir Max). Finalmente, emigró a Estados Unidos, donde se asentó
como una respetable figura de la escena de Nueva York, y del cine de Hollywood.
Durante las últimas décadas de su vida, vivió en Nueva York dando clases de
dramaturgia de una calidad única; como alumnos, sólo admitía a profesionales y,
por lo general, consagrados que ya eran «estrellas»: Katherine Hepburn era
discípula permanente; otra Hepburn, Audrey, también era protegée de Collier,
lo mismo que Vivien Leigh, y durante unos meses antes de su muerte, una neófita
a la que miss Collier se refería como «mi problema especial», Marilyn Monroe.
Marilyn Monroe, a quien conocí por medio de John Huston cuando
éste la dirigía en su primer papel con diálogo, La jungla de asfalto, entró
bajo la protección de miss Collier por sugerencia mía. Hacía unos seis años que
yo conocía a miss Collier, y la admiraba como una mujer de auténtica estatura,
física, emocional y creativa, por todos sus modales dominantes, por su gran voz
de catedral y por ser una persona adorable, levemente perversa, pero
extraordinariamente tierna, digna, pero Gemütlick. Me encantaba ir a los
frecuentes y pequeños almuerzos que daba en su oscuro estudio Victoriano en
pleno Manhattan; contaba historias increíbles acerca de sus aventuras como
primera actriz junto a sir Beerhom Tree y al gran actor francés Coquelin, de
sus relaciones con Oscar Wilde, con el joven Chaplin y con Garbo en la época de
formación de la silenciosa sueca. Efectivamente, era una delicia, igual que su
fiel secretaria y compañera, Phyllis Willbourn, una tranquila y parpadeante
soltera que tras el fallecimiento de su patrona se convirtió en la dama de
compañía de Katherine Hepburn, cosa que sigue siendo. Miss Collier me presentó
a muchas personas con las que entablé amistad: los Lunt, los Olivier y,
especialmente, Aldous Huxley. Pero fui yo quien le presenté a Marilyn Monroe, y
al principio no estuvo muy inclinada a trabar relaciones con ella: era corta de
vista, no había visto ninguna película de Marilyn y no sabía absolutamente nada
de ella, salvo que era una especie de estallido sexual de color platino que
había adquirido fama universal; en resumen, parecía una arcilla difícilmente
apropiada para la estricta formación clásica de miss Collier. Pero pensé que
harían una combinación estimulante.
La hicieron. «¡Oh, sí!», me aseguró miss Collier, «hay algo
ahí. Es una hermosa criatura. No lo digo en el sentido evidente, en el aspecto
quizá demasiado evidente. No creo que sea actriz en absoluto, al menos en la
acepción tradicional. Lo que ella posee, esa presencia, esa luminosidad, esa
inteligencia brillante, nunca emergería en el escenario. Es tan frágil y
delicada que sólo puede captarlo una cámara. Es como el vuelo de un colibrí:
sólo una cámara puede fijar su poesía. Pero el que crea que esta chica es
simplemente otra Harlow o una ramera, o cualquier otra cosa, está loco. Hablando
de locos, en eso es en lo que estamos trabajando las dos: Ofelia. Creo que la
gente se reirá ante esa idea, pero en serio, puede ser una Ofelia exquisita. La
semana pasada estaba hablando con Greta y le comenté la Ofelia de Marilyn, y Greta
dijo que sí, que podía creerlo porque había visto dos de sus películas, algo
muy malo y vulgar, pero, sin embargo, había vislumbrado las posibilidades de
Marilyn. En realidad, Greta tiene una idea divertida. ¿Sabe que quiere hacer
una película de Dorian Gray? Con ella en el papel de Dorian, por
supuesto. Pues dijo que le gustaría tener de antagonista a Marilyn en el papel
de una de las chicas a las que Dorian seduce y destruye. ¡Greta! ¡Tan poco
utilizada! ¡Semejante talento...! y algo parecido al de Marilyn, si uno lo
piensa. Claro que Greta es una artista consumada, una artista con un dominio
sumo. Esa hermosa criatura no tiene concepto alguno de la disciplina o del
sacrificio. En cierto modo, no creo que vaya a madurar. Es absurdo que lo diga,
pero de alguna manera creo que seguirá siendo joven. Realmente, espero y ruego
que viva lo suficiente como para liberar ese extraño y adorable talento que
vaga a través de ella como un espíritu enjaulado».
Pero ahora, miss Collier había muerto. Y ahí estaba yo,
remoloneando en el vestíbulo de la Universal Chapel esperando a Marilyn; habíamos
hablado por teléfono la noche anterior, quedando de acuerdo para sentarnos
juntos durante la ceremonia, cuyo inicio estaba previsto para mediodía. Llegó
media hora tarde; siempre llegaba tarde, pero yo pensaba:
¡Por amor de Dios, maldita sea, sólo por una vez! Y, entonces,
apareció de pronto y no la reconocí, hasta que dijo...
Marilyn: ¡Oh,
cuánto lo siento, chico! Pero, mira, me maquillé toda, y luego pensé que quizá
fuese mejor no llevar pestañas postizas, ni maquillaje, ni nada, así que tuve
que quitarme todo aquello de encima, y no se me ocurría nada que ponerme...
(Lo que se le ocurrió ponerse habría sido apropiado para la
abadesa de un convento en audiencia particular con el Papa. Llevaba el pelo
enteramente oculto por un pañuelo de gasa negra; un vestido negro, suelto y largo,
que de algún modo parecía prestado; medias negras de seda apagaban el brillo
dorado de sus esbeltas piernas. Con toda seguridad, una abadesa no se habría
calzado unos zapatos negros de tacón alto tan vagamente eróticos como los que
ella había escogido, ni las gafas oscuras en forma de búho que dramatizaban la
palidez de vainilla de su piel de leche fresca.)
TC: Tienes
un aspecto estupendo.
Marilyn (mordisqueándose
una uña roída ya hasta el final): ¿Estás seguro? Es que estoy tan nerviosa. ¿Dónde
está el lavabo? Si pudiera entrar ahí nada más que un minuto...'
TC: ¿Y
meterte una pastilla? ¡No! Chsss. Esa es la voz de Cyril Ritchard: ha empezado
al panegírico.
(De puntillas, entramos en la atestada capilla y nos abrimos
paso hasta un pequeño espacio en la última fila. Acabó Cyril Ritchard; lo
siguió Cathleen Besbitt, una compañera de miss Collier de toda la vida, y,
finalmente, Brian Aherne se dirigió a los asistentes al funeral. A lo largo de
todo ello, mi acompañante se quitaba periódicamente las gafas para enjugar
lágrimas que se desbordaban de sus ojos azulgrises. En ocasiones la había visto
sin maquillaje, pero hoy ofrecía una nueva experiencia visual, un rostro que yo
no había observado antes, y al principio no me di cuenta de qué podría ser.
¡Ah! Se debía al sombrío pañuelo de la cabeza. Con los bucles invisibles y el
cutis limpio de cosméticos, parecía tener doce años: una virgen pubescente que
acaba de entrar en un orfanato y está llorando su desgracia. La ceremonia
terminó al fin, y la reunión comenzó a dispersarse.)
Marilyn: Quedémonos
aquí sentados, por favor. Esperemos a que salga todo el mundo.
TC: ¿Por
qué?
Marilyn: No
quiero tener que hablar con nadie. Nunca sé qué decir.
TC: Entonces,
quédate ahí sentada, y yo esperaré fuera. Tengo que fumar un pitillo.
Marilyn: ¡No puedes
dejarme sola! ¡Dios mío! Fuma aquí.
TC: ¿Aquí?
¿En la capilla?
Marilyn: ¿Por
qué no? ¿Qué te quieres fumar? ¿Un petardo?
TC: Muy
gracioso. Venga, vámonos.
Marilyn: Por
favor. Hay un montón de fotógrafos ahí abajo. Y, desde luego, no quiero que me
tomen fotografías con esta facha.
TC: No te
lo reprocho.
Marilyn: Has
dicho que tenía un aspecto estupendo.
TC: Y lo
tienes. Sencillamente, perfecto…, si estuvieras interpretando La novia de
Drácula.
Marilyn: Ya
te estás riendo de mí.
TC: ¿Tengo
yo pinta de reírme?
Marilyn: Te
estás riendo por dentro. Y ésa es la peor clase de risa. (Frunciendo el ceño;
mordisqueándose la uña del pulgar). En realidad, podría haber llevado
maquillaje. Veo que toda esa otra gente lleva maquillaje.
TC: Yo sí.
Gotitas.
Marilyn: Lo
digo en serio. Es el pelo. Necesito un tinte. Y no he tenido tiempo de dármelo.
Todo ha sido tan inesperado, la muerte de miss Collier y demás. ¿Ves?
(Levantó un poco el pañuelo, mostrando una franja oscura en la
raya del pelo.)
TC: Pobre
inocente de mí. Y todo este tiempo pensando que eras rubia natural.
Marilyn: Lo
soy. Pero nadie es así de natural. Y, de paso, que te follen.
TC: Muy
bien, ya ha salido todo el mundo. Así que vamos, arriba.
Marilyn: Esos
fotógrafos siguen ahí abajo. Lo sé.
TC: Si no
te han reconocido al entrar, tampoco te conocerán al salir.
Marilyn: Uno
de ellos me reconoció. Pero me escabullí por la puerta antes de que empezara a
chillar.
TC: Estoy
seguro de que hay una entrada trasera. Podemos ir por ahí.
Marilyn: No
quiero ver cadáveres.
TC: ¿Por
qué habríamos de verlos?
Marilyn: Esta
es una funeraria. Deben tenerlos en alguna parte. Lo único que me faltaba hoy,
aparecer en una habitación llena de cadáveres. Ten paciencia. Iremos a algún
sitio y te invitaré a una botella de champaña.
(Así que nos sentamos y hablamos y Marilyn dijo:
«Odio los funerales. Me alegro de no tener que ir al mío. Pero no quiero
ceremonias, tan sólo mis cenizas arrojadas al agua por uno de mis hijos, si
alguna vez tengo alguno. No habría venido hoy a no ser porque miss Collier se
preocupaba de mí, de mi bienestar, y era como una abuela, como una abuela vieja
y dura, pero me enseñó mucho. Me enseñó a respirar. Hice buen uso de ello,
además, y no me refiero sólo a actuar. Hay otras veces en que respirar
es un problema. Pero cuando me dijeron que miss Collier se había muerto, lo
primero que se me ocurrió fue: ¡Oh, Dios mío, qué va a ser de Phyllis! Miss
Collier era toda su vida. Pero he oído que se va a vivir con miss Hepburn. Qué
suerte la de Phyllis; ahora sí que se va a divertir. Me cambiaría por ella sin
pensarlo. Miss Hepburn es realmente una gran señora. Ojalá fuera amiga mía. De
ese modo iría a visitarla alguna vez y... pues no sé, nada más que visitarla.»
Comentamos cuánto nos
gustaba vivir en Nueva York y cómo detestábamos Los Angeles («A pesar de que
nací allí, sigue sin ocurrírseme nada bueno de ella. Si cierro los ojos y me
imagino Los Angeles, lo único que veo es una enorme vena varicosa»); hablamos
de actores y de actuación («Todo el mundo dice que no sé actuar. Lo mismo
dijeron de Elizabeth Taylor, y se equivocaron. Estuvo extraordinaria en Un
lugar en el sol. Nunca conseguiré el papel adecuado, nada que realmente
quiera. Mi físico está contra mí»); hablamos algo más de Elizabeth Taylor,
quería saber si yo la conocía, y dije que sí, y ella me preguntó cómo era, cómo
era en realidad, y yo contesté, pues se parece un poco a ti, es
enteramente sincera y tiene una conversación ingeniosa, y Marilyn dijo que te
folien, y añadió, bueno, si alguien te preguntara cómo es Marilyn, cómo es en
realidad, ¿qué le dirías?, y yo contesté que tendría que pensarlo.)
TC: ¿Crees
que ya podemos largarnos de aquí? Me prometiste champaña, ¿recuerdas?
Marilyn: Lo
recuerdo. Pero no tengo nada de dinero.
TC: Siempre
llegas tarde y nunca llevas dinero. ¿Es que por casualidad te figuras que eres
la reina Isabel?
Marilyn: ¿Quién?
TC: La
reina Isabel. La reina de Inglaterra.
Marilyn (frunciendo
el ceño): ¿Qué tiene esa gilipollas que ver con esto?
TC: La
reina Isabel tampoco lleva dinero nunca. No se lo permiten. El vil metal no
debe manchar la real palma de su mano. Es una ley o algo parecido.
Marilyn: Ojalá
aprobaran una ley como esa para mí.
TC: Sigue
así y quizá lo hagan.
Marilyn: ¡Por
Dios! ¿Cómo paga las cosas? Cuando va de compras, por ejemplo.
TC: Su dama
de compañía la sigue con un bolso lleno de monedas de un cuarto de penique.
Marilyn: ¿Sabes
una cosa? Apuesto a que todo se lo dan gratis. A cambio de avales.
TC: Es muy
posible. No me sorprendería nada. Por Decreto de Su Majestad. Perros galeses.
Todas esas golosinas de Fortnum & Mason. Hierba. Condones.
Marilyn: ¿Para
qué querría ella condones?
TC: Ella
no, boba. Para ese tipo que la sigue a dos pasos. El príncipe Felipe.
Marilyn: Ah,
sí. Ese. Es un encanto. Tiene aspecto de tener un buen nabo. ¿Te conté alguna
vez lo de aquella ocasión en que vi a Errol Flynn sacarse la picha de repente y
empezar a tocar el piano con ella? ¡Oh, vaya! Ya hace cien años de eso, yo
acababa de empezar como modelo, fui a esa estúpida fiesta y ahí estaba Errol
Flynn, tan orgulloso de sí mismo, se sacó la picha y tocó el piano con ella.
Aporreó las teclas. Tocó You Are My Sunshine. ¡Cristo! Todo el mundo
dice que Milton Berle tiene el chisme más grande de Hollywood. Pero ¿a quién le
importa? Oye ¿no tienes nada
de dinero?
TC: Unos
cincuenta pavos, quizá.
Marilyn: Bueno,
eso nos llega para pedir algo de champaña.
(Fuera, la avenida Lexington estaba vacía de todo,
excepto de inofensivos peatones. Eran cerca de las dos, una tarde de abril tan
espléndida como uno podría desear: un tiempo ideal para dar un paseo. De modo
que deambulamos hacia la
Tercera Avenida. Algunos transeúntes volvían la cabeza, no
porque reconociesen a Marilyn, sino por sus galas de luto; se rió entre dientes
con su risita particular, un sonido tan tentador como el cascabeleo de las
campanillas en el Tren de la Risa ,
y dijo: «Quizá debiera vestirme siempre de esta manera. Es enteramente
anónima.»
Al acercarnos al local
de P. J., sugerí que ése sería un buen sitio para refrescarnos, pero ella lo
vetó: «Está lleno de esos gacetilleros repugnantes. Y esa zorra de Dorothy
Kilgallen siempre está ahí, entrompándose. ¿Qué les pasa a esos irlandeses? Esa
manera en que beben; son peor que indios.»
Me sentí llamado a
defender a Dorothy Kilgallen, quien, en cierto modo, era una amiga, y me
permití decir que en ocasiones podía resultar una mujer inteligente y
divertida. Ella dijo: «Sea como sea, ha escrito algunas cosas puñeteras de mí.
Pero todas esas gilipollas me odian. Hedda. Louella. Comprendo que tú estés
acostumbrado, pero sencillamente yo no puedo. Me hace mucho daño. ¿Qué es lo
que les hecho yo a esas brujas? El único que ha escrito una palabra decente
acerca de mí es Sidney Skolsky. Pero es un chico. Los chicos me tratan muy
bien. Como si fuese una persona humana. Cuando menos, me conceden el beneficio
de la duda. Y Bob Thomas es un caballero. Y Jack O'Brien.»
Miramos los escaparates
de tiendas de antigüedades; uno de ellos contenía una bandeja de anillos
antiguos, y Marilyn dijo: «Ese es bonito. El granate con las perlas
deterioradas. Ojalá pudiera llevar sortijas, pero detesto que la gente me mire
las manos. Son demasiado gruesas. Elizabeth Taylor tiene manos gruesas. Pero
con esos ojos, ¿quién va a fijarse en sus manos? Me gusta bailar desnuda
delante del espejo y ver cómo me brincan las tetas. No tienen nada de malo.
Pero me gustaría no tener las manos tan gordas.»
Otro escaparate exhibía un
bello reloj antiguo, lo que le impulsó a observar: «Jamás he tenido un hogar.
Uno auténtico, con mis propios muebles. Pero si alguna vez vuelvo a casarme y
gano mucho dinero, alquilaré un par de camiones para pasar por la Tercera Avenida y
comprar toda clase de cosas locas. Compraré una docena de relojes antiguos, los
pondré en fila en una habitación y los tendré a todos marcando la misma hora.
Eso resultaría muy hogareño, ¿no crees?»)
Marilyn: ¡Eh!
¡En la acera de enfrente!
TC: ¿Qué?
Marilyn: ¿Ves
el cartel con la palma de la mano? Debe ser el consultorio de una adivinadora.
TC: ¿Estás
con ánimo para esas cosas?
Marilyn: Bueno,
vamos a echar un vistazo.
(No era un establecimiento atrayente. A través de una tiznada
ventana, distinguimos una yerma habitación con una gitana flaca y peluda
sentada en una silla de lona bajo una lámpara de techo que castigaba con su
duro resplandor; tejía un par de botitas de niño, y no nos devolvió la mirada.
Sin embargo, Marilyn empezó a entrar y luego cambió de parecer.)
Marilyn: A
veces quiero saber lo que va a pasar. Luego pienso que sería mejor no saberlo.
Pero hay dos cosas que me gustaría saber. Una es si voy a perder peso.
TC: ¿Y la
otra?
Marilyn: Es
un secreto.
TC: Vamos,
vamos. Hoy no podemos tener secretos. Hoy es un día de dolor, y los afligidos
comparten sus pensamientos más íntimos.
Marilyn: Bueno,
se trata de un hombre. Hay algo que me gustaría saber. Pero eso es todo lo que
voy a decirte. Es un
secreto, de verdad.
(Y yo pensé: eso es lo que tú crees; yo te lo sacaré.)
TC: Estoy
preparado para beber ese champaña.
(Terminamos en un restaurante chino de la Segunda Avenida ,
desierto y con muchos adornos. Pero tenía un bar bien provisto, y pedimos una
botella de Mumm's; nos lo sirvieron sin enfriar y sin cubo, así que nos lo
bebimos en vasos largos con hielo.)
Marilyn: Es
divertido esto. Como rodar exteriores, si es que a uno le gustan los
exteriores. Cosa que desde luego a mí no me gusta nada. Niágara. ¡Qué
asco! ¡Uf!
TC: Así que
cuéntame lo de ese amante secreto.
Marilyn: (Silencio.)
TC: (Silencio.)
Marilyn: (Risitas.)
TC: (Silencio.)
Marilyn: Tú conoces
a muchas mujeres. ¿Cuál es la más atractiva que conoces?
TC: Bárbara
Paley, sin duda. Indiscutiblemente.
Marilyn (frunciendo
el ceño): ¿Es ésa a la que llaman «Niña»? Desde luego, a mí no me parece que
tenga nada de aspecto infantil. La he visto en Vogue y demás. Es tan
elegante. Encantadora. Sólo con mirar fotografías de ella me siento como basura
de cerdo.
TC: A ella
le divertiría oír eso. Está muy celosa de ti.
Marilyn: ¿Celosa
de mí? Ya estás otra vez tomándome el pelo.
TC: Nada de
eso. Está celosa.
Marilyn: Pero,
¿por qué?
TC: Porque
una articulista, Kilgallen, creo, lanzó una noticia a ciegas que decía algo
así: «Corre el rumor de que la señora DiMaggio se reúne con el más encumbrado
magnate de la televisión, y no para hablar de negocios.» Bueno, ella leyó el
artículo, y se lo creyó.
Marilyn: ¿Qué
se creyó?
TC: Que su
marido tiene un asunto contigo. William S. Paley, el principal magnate de la
televisión. Es aficionado a las rubias bien formadas. Y también a las morenas.
Marilyn: Pero
eso es estúpido. No conozco a ese tipo.
TC: ¡Ah, vamos! Puedes sincerarte conmigo. Ese amante
secreto tuyo... es William S. Paley, n'est-ce-pas?
Marilyn: ¡No!
Es un escritor. Es un escritor.
TC: Eso
está mejor. Ya vamos a alguna parte. Así que tu amante es un escritor. Debe ser
un auténtico ganapán, si no, no te daría vergüenza decirme cómo se llama.
Marilyn (furiosa,
frenética): ¿Qué representa la «S»?
TC: ¡«S»! ¿Qué «S»?
Marilyn: La «S» de William S. Paley.
TC: ¡Ah!
Esa «S». No creo que represente nada. La ha debido poner ahí por las
apariencias.
Marilyn: ¿Es
sólo una inicial que no representa ningún nombre? ¡Dios mío! Míster Paley debe
encontrarse algo inseguro.
TC: Tiene
muchos tics. Pero volvamos a nuestro misterioso escriba.
Marilyn: ¡Cállate!
Tengo mucho que perder.
TC: Camarero,
tomaremos otra Mumm's, por favor.
Marilyn: ¿Estás
tratando de tirarme de la lengua? TC:
Sí. Te propongo una cosa. Haremos un trato. Yo te contaré una historia
y, si la encuentras interesante, quizá podamos hablar luego de tu amigo escritor.
Marilyn (tentada,
pero reacia): ¿De qué trata tu historia?
TC: De
Errol Flynn.
Marilyn: (Silencio.)
TC: (Silencio.)
Marilyn (odiándose
a sí misma): Vale, empieza.
TC: ¿Recuerdas
lo que has dicho de Errol? ¿Lo orgulloso que estaba de su picha? Puedo garantizarlo.
Una vez pasamos una agradable noche juntos. ¿Me comprendes?
Marilyn: Te
lo estás inventando. Me quieres engañar.
TC: Palabra
de explorador. Estoy haciendo un trato limpio. (Silencio; pero veo que ha
picado, así que, tras encender un pitillo...) Pues eso ocurrió cuando yo tenía
dieciocho años. Diecinueve. Fue durante la guerra. En el invierno de 1943.
Aquella noche, Carol Marcus, o quizá se había convertido ya en Carol Saroyan,
dio una fiesta para su mejor amiga, Gloria Vanderbilt. La celebró en el piso de
su madre, en Park Avenue. Una gran fiesta. Unas cincuenta personas. A eso de
medianoche se presentó Errol Flynn con su amigo de confianza, un mujeriego
fanfarrón llamado Freddie McEvoy. Los dos estaban bastante borrachos. A pesar
de eso, Errol empezó a charlar conmigo y estuvo divertido, nos hicimos reír el
uno al otro; de pronto dijo que quería ir a El Morocco, y que yo fuera con él y
con su amigo MacEvoy. Le dije que muy bien, pero McEvoy dijo entonces que él no
quería dejar la fiesta con todas aquellas principiantes, así que Errol y yo
terminamos yéndonos solos. Pero no fuimos a El Morocco. Tomamos un taxi hasta
Gramercy Park, donde yo tenía un pequeño piso de una habitación. Se quedó hasta
el mediodía siguiente.
Marilyn: ¿Y
qué puntuación le darías? En una escala de uno a diez.
TC: Francamente,
si no hubiera sido Errol Flynn, no creo que lo hubiese recordado.
Marilyn: No
es una historia maravillosa. No vale lo que la mía; ni por asomo.
TC: Camarero,
¿dónde está nuestro champaña? Tiene usted sedientas a dos personas.
Marilyn: Y
no me has contado nada nuevo. Siempre he sabido que Errol alternaba. Mi
masajista, que prácticamente es como una hermana, atendía a Tyrone Power, y él
me ha contado el asunto que se traían Errol y Ty Power. No, tendrá que ser algo
mejor que eso.
TC: Me lo
pones difícil.
Marilyn: Te
escucho. Así que oigamos tu mejor experiencia. En ese aspecto.
TC: ¿La mejor? ¿La más memorable? Suponte que contestas
tú primero a esa pregunta.
Marilyn: ¡Y
soy yo quien lo pone difícil! ¡Ja! (Bebiendo champaña.) Lo de Joe no
está mal. Podía llegar al tope. Si sólo se tratara de eso, aún seguiríamos
casados. Sin embargo, todavía lo quiero. Es auténtico.
TC: Los
maridos no cuentan. En este juego, no.
Marilyn (mordiéndose
las uñas; pensando en serio): Bueno, conocí a un hombre que está emparentado de
alguna manera con Gary Cooper. Un corredor de bolsa, sin ningún atractivo a la
vista; tiene sesenta y cinco años y lleva unas gafas de cristales muy gruesos.
Gordo como una medusa. No puedo decir qué era, pero...
TC: Puedes
parar ahí mismo. Otras chicas me han contado todo acerca de él. Ese viejo verde
tiene mucha cuerda. Se llama Paul Shields. Es padrastro de Rocky Cooper. Dicen
que es sensacional.
Marilyn: Lo es. Muy bien, listo. Te toca a ti.
TC: Olvídalo.
No tengo que contarte absolutamente nada. Porque sé cuál es la maravilla que
ocultas. Arthur Miller. (Bajó sus gafas oscuras: ¡cielos!, si las miradas
mataran, ¡uf!) Lo adiviné en cuanto dijiste que era escritor.
Marilyn (balbuceando):
Pero ¿cómo? Quiero decir, nadie..., quiero decir, casi nadie...
TC: Hace
tres años, por lo menos, quizá cuatro, Irving Drutman...
Marilyn: ¿Irving qué?
TC: Drutman. Es un redactor del Herald
Tribune. Me contó que andabas tonteando con Arthur Miller. Que estabas
colada por él. Soy demasiado caballero para haberlo mencionado.
Marilyn: ¡Caballero!
¡Un bastardo! (Balbuceando de nuevo, pero con las gafas oscuras en su sitio).
No lo entiendes. Eso fue hace tiempo. Aquello terminó. Pero esto es nuevo.
Ahora todo es distinto, y...
TC: Que no
se te olvide invitarme a la boda.
Marilyn: Si
hablas de esto, te mato. Haré que te liquiden. Conozco a un par de tipos que me
harían gustosos ese favor.
TC: No lo
pongo en duda ni por un momento.
(Por fin volvió el camarero con la segunda botella.)
Marilyn: Dile
que se la vuelva a llevar. No quiero más. Quiero largarme de aquí.
TC: Si te
he hecho enfadar, lo siento.
Marilyn: No
estoy enfadada.
(Pero lo estaba. Mientras yo pagaba la cuenta, se fue al
tocador, y deseé tener un libro para leer: sus visitas al lavabo de señoras a
veces duraban tanto como el embarazo de una elefanta. Mientras pasaba el
tiempo, me pregunté tontamente si se estaría metiendo estimulantes o
tranquilizantes. Tranquilizantes, sin duda. Había un periódico encima de la barra
y lo cogí; estaba escrito en chino. Cuando pasaron veinte minutos, decidí
investigar. Quizá se había metido una dosis mortal, o a lo mejor se había
cortado las muñecas. Encontré el lavabo de señoras, y llamé a la puerta. Ella
dijo: «Pase.» Dentro, se estaba observando en un espejo mal iluminado. Le dije:
«¿Qué estás haciendo? Contestó: «Mirándola a ella.» En efecto, se estaba
pintando los labios con lápiz de color rubí. Además, se había quitado el
sombrío pañuelo de la cabeza y se había peinado su lustroso pelo, fino como
algodón de azúcar.)
Marilyn: Espero
que te quede suficiente dinero.
TC: Eso
depende. No lo bastante como para comprar perlas, si ésa es tu idea de enmendar
las cosas.
Marilyn (con risitas, otra vez de buen humor. Decidí no
volver a mencionar a Arthur Miller): No. Sólo lo bastante para un largo paseo
en taxi.
TC: ¿A
dónde vamos? ¿A Hollywood?
Marilyn: ¡No, demonios! A un sitio que me gusta. Lo
averiguarás cuando lleguemos.
(No tuve que esperar tanto, porque nada más parar un taxi dio
órdenes al conductor para que se dirigiese al muelle de South Street, y pensé:
¿no es ahí donde se toma el transbordador para Staten Island? Y mi siguiente
conjetura fue: se ha tragado pastillas encima del champaña y ha perdido la
chaveta.)
TC: Espero
que no vayamos a dar un paseo en barca. No he recogido mi Dramamina.
Marilyn (contenta, riéndose): Sólo por el muelle.
TC: ¿Puedo preguntar por qué?
Marilyn: Me
gusta estar allí. Huele a algo remoto y doy de comer a las gaviotas.
TC: ¿Con
qué? No tienes nada que darles de comer.
Marilyn: Sí
tengo. Mi bolso está lleno de pastelitos de la suerte. Los he robado del
restaurante.
TC (tomándole
el pelo): ¡Vaya! Cuando estabas en el lavabo abrí uno. El envoltorio de dentro
era un chiste verde.
Marilyn: ¡Vaya!
¿Pastelitos de la suerte verde?
TC: Estoy
seguro de que a las gaviotas no les importará.
(Nuestro camino nos llevó por el Bowery. Diminutas casas de
empeño y puestos de donar sangre y pensiones de cincuenta centavos el catre y
pequeños hoteles sombríos de un dólar la cama y bares para blancos, bares para
negros, en todas partes mendigos, pedigüeños jóvenes, nada jóvenes, ancianos,
vagabundos en cuclillas al borde de la acera, agachados entre vidrios rotos y
restos de vómito, pordioseros reclinados en portales y apelotonados como
pingüinos en las esquinas. Una vez, al detenernos ante un semáforo rojo, un
espantapájaros de purpúrea nariz se acercó hacia nosotros dando traspiés y
empezó a restregar el parabrisas del taxi con un trapo húmedo, sujeto con mano
temblorosa. Nuestro conductor, protestando, gritó obscenidades en italiano.)
Marilyn: ¿Qué
pasa? ¿Qué ocurre?
TC: Quiere
una propina por limpiar la ventanilla.
Marilyn (tapándose la cara con el bolso): ¡Qué horror!
No lo puedo soportar. Dale algo. De prisa. ¡Por favor!
(Pero el taxi se alejó zumbando, derribando casi al viejo
borrachín. Marilyn se echó a llorar.)
Me he puesto mala.
TC: ¿Quieres
irte a casa?
Marilyn: Todo
se ha estropeado.
TC: Te
llevaré a casa.
Marilyn: Espera
un minuto. Me pondré bien.
(Así llegamos a South Street, y efectivamente la
visión de un transbordador ahí anclado, con la silueta de Brooklyn al otro lado
del agua y blancas gaviotas en picado, haciendo cabriolas contra un horizonte
marino salpicado de leves y algodonosas nubes como encajes delicados, ese
cuadro, tranquilizó pronto su espíritu.
Al bajarnos del taxi vimos a un hombre con un chow
llevado de una correa, un posible pasajero en dirección al transbordador y,
cuando nos cruzamos con ellos, mi acompañante se agachó para acariciar la
cabeza del perro.)
El Hombre (con tono firme, pero no hostil): No debería
tocar a perros desconocidos. Especialmente a los chow. Podrían morderla.
Marilyn: Los
perros no me muerden. Sólo los seres humanos. ¿Cómo se llama?
El Hombre: Fu
Manchú.
Marilyn (riendo):
¡Oh! Como en las películas. Tiene gracia.
El Hombre: ¿Cuál
es el suyo?
Marilyn: ¿Mi
nombre? Marilyn.
El Hombre: Lo
que me figuraba. Mi mujer nunca me creerá. ¿Podría darme un autógrafo?
(Sacó una tarjeta y una pluma; utilizando el bolso como apoyo,
escribió: «Dios lo bendiga. Marilyn Monroe.»)
Marilyn: Gracias.
El Hombre: Gracias
a usted. Ya verá cuando lo enseñe en la oficina.
(Llegamos a la orilla del muelle, y escuchamos el chapoteo del
agua contra él.)
Marilyn: Yo solía pedir autógrafos. A veces lo hago
todavía. El año pasado, Clark Gable estaba sentado junto a mí en Chasen’s y le
pedí que me firmara la servilleta.
(Apoyada en un poste de amarre, ofrecía el perfil: Galatea
inspeccionando lejanías inconquistadas. La brisa le acariciaba el pelo, y su
cabeza se volvió hacia mí con etérea suavidad, como si el aire la hubiera hecho
girar.)
TC: Pero
¿cuándo damos de comer a los pájaros? Yo también tengo hambre. Es tarde y no
hemos almorzado.
Marilyn: Recuerdas
que te dije que si alguien te preguntaba cómo era verdaderamente Marilyn
Monroe..., bueno, ¿qué le contestarías? (Su tono era inoportuno, burlón, pero
también grave: quería una respuesta sincera.) Apuesto a que dirías que soy una
estúpida. Una sentimental.
TC: Por
supuesto. Pero también diría...
(La luz se iba. Marilyn parecía esfumarse con ella, mezclarse
con el cielo y las nubes y alejarse más allá de ellos. Quería elevar mi voz más
alto que los chillidos de las gaviotas y llamarla para que volviese: ¡Marilyn!
¿Por qué todo tuvo que acabar así, Marilyn? ¿Por qué la vida tiene que ser tan
jodidamente podrida?)
TC: Diría...
Marilyn: No
te oigo.
TC: Diría
que eres una hermosa criatura.
*Puede encontrarse en el libro "Música para Camaleones" de Truman Capote
Comentarios
Publicar un comentario