Perdón y prejuicio
Caracas es un mal profesor empírico que de vez en cuando pone un
examen sorpresa a sus estudiantes. Las lecciones varían, a pie: uno tiene que
sortear el sonido de las motos, cruzar la calle, mirar sobre el hombro en
caso de alguna sombra muy próxima; cuando se camina las posibilidades de sacar
una chuleta son mayores.
La materia más engorrosa siempre es una camioneta. A veces se
tiene que sortear a los vendedores ambulantes o capturar el preciso instante de
quien se monta o quien no, porque en las porpuesto o camionetica (mamita)
no hay posibilidad de escapatoria, ni de salvación. Casi siempre son dos los
profesores los que aplican la prueba. Si no te aprendiste la lección,
raspaste.
Caracas manda a sacar la hoja de examen en cualquier sitio y
cualquier hora. Puede ser un viernes cualquiera a las 8.30 de la mañana, como
el de hoy. Uno primero tiene que inspeccionar el salón, ver hacia los lados y
comprobar que el vehículo no esté muy lleno para poder sentarse, ni muy vacío
para que, como se hacía en el colegio, “no morir solo en la raspazón”. Entre el
sol, las cornetas y el apuro no pensé en el paso iniciático, subo. Ya adentro
mis compañeros de clase son un señor de avanzada edad a la derecha del autobús,
un chamo con cara de pocos amigos en el asiento que sigue al
conductor, detrás de él un muchacho que escribe risueño a través de
su celular y una chica. Todos en su mundo. Suena “Tú” de Los Melódicos ¿El
conductor? Un gordito feliz que accede darle la cola a un muchacho que simula
cojera.
El primer profesor se sienta atrás de mí, no siento miedo sino
presión de no tenerme la lección bien aprendida. Guardo el celular por si
acaso. Los demás continúan con el cantar del merengue e’ boda mientras el
muchacho del celular sonríe, debe ser a su novia, sus dedos se revientan como
golpes ante el teclado, deja la bolsa que lleva al lado para escribir con más
rapidez y espera respuesta. Otra parada. Sube una señora de mediana edad. Tiene
cara de raspada, pienso.
Pasan dos cuadras. El sonido del celular del muchacho de
allado me pone paranoico. Sube un hombre de gorra y lentes 3D –sí, de esos del
cine- carga unas películas en la mano. Se sienta justo al lado de mi lisiado
profesor, no en la misma hilera sino en la contraria, lo saluda y le pregunta
para donde va, qué está haciendo, el preferido de la clase. Suena
otra vez el celular, el flaco sonríe y escribe con ansiedad. Al profesor lo
andan persiguiendo las autoridades y su esbirro, que recién se había cambiado
de puesto, le comenta: “es hora de portarse bien”. Ambos piden la parada. La
señora ha terminado su examen, estudió la lección apurada e improvisa, se
sienta al lado del conductor. “Portarse bien” aun retumba en el colectivo y la
mano toca el celular justo cuando suena. No es alumno sino profesor incógnito,
grita, “Estoy armado y dame ese perol”. El cojo ya no cojea. “Dámelo” grita el
flaco. No muestran arma, no muestran nada, puro discurso, palabras que se van
tras el humo y el último grito de “arranca que estoy armado, chofer”. La señora
se queda quieta mirando hacia el frente. Recordamos, cuando descubrían a un
compañero de clases en pleno examen con las respuestas en un papel. La cara
pálida, los ojos salidos y unas ganas de llorar increíbles pero el orgullo
siempre es más fuerte. Yo reaccioné como en el colegio, viendo al profesor, al
alumno luego volteando a la hoja. Todos ahí también quieren terminar su examen,
quieren llegar a su destino. El merengue no sonaba aunque cantara Diveana
o Natusha.
El muchacho teclea en sus piernas. Donde se baja la señora se
levanta él de su asiento. Así pasa en casi todas las pruebas, se oculta la hoja
del raspado bajo la del que estudió. El flaco del celular paga su pasaje, como
si no hubiera pasado nada, el orgullo es fuerte. La inocencia costó más de 4
bolívares. Espera el vuelto con las manos temblorosas y se retira. Supongo que
entre su inocencia se inventará una historia, o más bien dos, de cómo perdió el
celular y el porqué tardó tanto tiempo sin responderle a su novia.
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