El Suicidio - Wolfdietrich Schnurre*

*este cuento no es mio es de un escritor alemán


Una vez quise suicidarme; sucedió así: el guardabosque tenía una nueva empleada que se llamaba Hanni. Yo no sé si Hanni era bella; para mí era tan bella que temblaba cuando la veía. Siempre me extrañaba que le pudieran gritar como lo hacía la señora del guardabosque, y en general, que la pudieran tener confinada a la cocina, siendo tan delicada.

Hasta ese momento nunca había hablado con Hanni; ella siempre estaba ocupada. Además, tampoco hubiera sabido qué decirle; yo sólo tenía nueve años.

En la casa del guardabosque también había un garzón sol­dado manso. Es decir, no era manso, sólo que tenía un ala que­brada; de día andaba por el patio, y de noche dormía delante del gallinero. Todos le teníamos miedo, porque siempre quería sacarle a uno un ojo cuando uno se le acercaba.

El guardabosque era el único que no le temía al garzón. Hanni tampoco tenía por qué temerle, pero sí le temía, a pesar de que ella era la única a quien el garzón quería. Cuando ella cruzaba el patio, en seguida llegaba el garzón y caminaba solem­nemente a su alrededor y, levantando y bajando la cabeza, abría el pico y siseaba un poco.

El guardabosque decía: "Te hace la corte, muchacha, ese está enamorado de ti", y todos se reían y Hanni siempre se ponía colorada.

A mí no me gustaba que el guardabosque dijera eso; además no era verdad. El garzón sólo veneraba a Hanni, sólo quería cui­darla y protegerla.

Muchas veces me propuse decirle eso a Hanni, ya que ella le tenía tanto miedo; pero pensé que se reiría de mí, y entonces lo dejé así.

Los domingos, Hanni tenía medio día libre. Yo nunca pude fijarme qué hacía ella en esas horas, pues yo tenía que mostrar el mirador a los visitantes que querían observar la caza. Pero hoy dije simplemente que estaba enfermo y entonces no tuve que hacerlo.

Fui a mi cuarto y dejé la puerta entreabierta, pensando que Hanni tal vez entraría y me preguntaría si quería pasear con ella.

Pero me quedé dormido, y cuando desperté, ya olía a café. Me puse a escuchar por la puerta de Hanni, pero no se oía nada. Entonces bajé.

Ya estaba puesta la mesa con la merienda, y también estaban regresando los visitantes del mirador. Pensé que Hanni estaría quizás en la cocina, pero ahí tampoco estaba. Entonces fui donde Antonio.

Éste todavía tenía puestos los chanclos de madera de lim­piar el establo, y se había enrollado los pantalones domingueros; estaba sentado delante de la caballeriza y leía una novela policial.

Le pregunté si no sabía dónde estaba Hanni.

"¿Hanni?", dijo, "salió con su galán".

Yo no sabía qué era un galán, creí que era una marca de bici­cleta y me entristeció que Hanni no me lo hubiera participado, cuando también yo tenía mi bicicleta.

La señora del guardabosque me llamó y preguntó si no quería ir a tomar café.

Yo le dije que no me sentía bien, y me fui arriba y volví a bajar, y luego fui al bosque, porque me descompuso demasiado el que Hanni se hubiese ido.

Corrí un trecho, y poco a poco me fui sintiendo mejor; la temperatura ya era bastante clemente, los pájaros carboneros piaban, y sólo donde no llegaba mucho sol había todavía nieve.

Se me ocurrió que podía bajar al lago a ver si el hielo de la orilla todavía me podía sostener.

En efecto, crucé en seguida por el Camino de Robles, y mientras caminaba, vi de repente llegar al garzón soldado; no era ningún garzón extraño, lo reconocí por su ala quebrada.

Nunca me lo había encontrado estando solo, y ahora en el bosque me daba más miedo que en el patio Me escondí detrás de un roble muerto y lo observé.

Estaba muy excitado, su cuello se contraía bruscamente de arriba a abajo, a veces se detenía y echaba la cabeza hacia atrás, de modo que el cuello se arqueaba como un gancho de colgar carne. Al mismo tiempo abría el pico como dando un grito silen­cioso, luego lo volvía a cerrar y parecía como si probara el aire y lo examinara, en busca de un sabor agradable muy determinado. Primero creí que los garzones silvestres lo habían enloque­cido así, pues hacía ya dos días que pasaban por el río. Pero des­pués vi que a cada momento torcía la cabeza de lado y miraba inquieto alrededor, y entonces lo supe de pronto: buscaba a Hanni.

Yo no sabía bien por qué, pero de repente empezó a latirme el corazón. Dejé que el garzón se me adelantara un poco, luego lo seguí, pero con el buen cuidado de quedar detrás de un árbol cada vez que se detenía. Durante un buen tiempo corrimos por los alrededores, hasta que de pronto noté que el aire le sabía a ella; se paró muy tieso con la cabeza estirada y recta, probando con trémulo pico el viento.

Nos encontrábamos ante una plantación de abeto; yo la conocía, en ella había una cueva de zorro abandonada, y un año atrás había anidado aquí un gavilán. Ahora el sol se posaba sobre las ramas exteriores, ya se podían distinguir claramente los brotes nuevos, y en este momento un arrendajo se espantó y voló hacia el lago.

Pensé en seguida que pudo haber sido Hanni la que lo había espantado, y di una vuelta alrededor del garzón y, en efecto, salí más o menos por donde había gritado el arrendajo. Me erguí un poco sobre las puntas de los pies, y entonces vi adentro, por encima del pequeño claro donde estaba la cueva del zorro, algo blanco; y cuando me acerqué agachado, con cuidado, a través de las ramas de pino, supe que era un abrigo, y sobre el abrigo estaba acostada Hanni, y sobre Hanni un hombre. Primero iba a gritar, porque creía que él la estaba matando, pero luego vi la cara de ella y entonces supe que ahora yo tendría que morir.

No pensé en nada, únicamente que ahora tenía que bajar al lago y correr sobre el hielo hasta que se rompa, o hasta llegar a un hueco donde saltar adentro. Caminaba como en sueños; tenía la sensación de no tener pies; tampoco corrí, estaba parado sobre una nube ardiente que me llevaba hacia el lago.

De pronto me sobresalté; primero no supe si había gritado yo mismo o si sólo había oído el grito.

Me detuve y abrí la boca para oír mejor. Al principio sólo oí mi corazón; nunca lo había oído latir tan duro, sonaba como si lo tuviera en la garganta y fuese un martillo que rápidamente tumba el revestimiento de una pared. En eso sonó otra vez el grito y fue tan horrible que creí que tendría que caerme para no poder levantarme nunca más. Pero entonces mis piernas empezaron de repente a moverse por sí solas, y luego noté que me había dado vuelta y corría de regreso.

Las ramas me fustigaban el rostro, los helechos me pasaban disparados entre las piernas, las raíces me atrapaban. Me caí, me levanté dando tumbos, seguí corriendo. Y entonces lo vi delante de mí saliendo de la plantación. Venía directo hacia mí, de modo que me detuve y no me atreví a moverme. Pero él me había visto hace rato. Estaba ahora tan cerca que vi la sangre en su pico. Entonces yo grité, él se asustó, su ala mocha se contrajo y luego pasó corriendo junto a mí, con el cuello muy estirado y en direc­ción al lago. Me extrañó que yo todavía estaba gritando, pero luego noté que ya no era yo sino que procedía de la plantación, era el hombre.

Yo seguí dando tumbos, me abrí paso por el matorral, metí el pie en una cueva de zorro, volví a salir tambaleándome y entonces lo vi delante de mí: el claro; Hanni; el hombre. El hombre estaba echado en el suelo, apretándose los ojos con ambas manos, quejándose y dando patadas alrededor.

Hanni estaba arrodillada junto a él; yo no podía ver su rostro porque lo cubría su cabello.

Ahora vi que brotaba sangre de entre los dedos del hombre; fui hasta él y le metí mi pañuelo por debajo. Así vi había perdido un ojo; el párpado colgaba encima, palpitante y rojo como una hoja de otoño.

Pasamos bastante trabajo para llevarlo hasta la casa del guardabosque, pues sufría demasiado; todo el tiempo gritaba y daba patadas y después quiso salir corriendo y tuvimos que sujetarlo para que no se cayera. Por fin algunos visitantes que iban a subir al mirador oyeron sus gritos y nos ayudaron, y uno salió corriendo a buscar a un médico.

Este vino, pero no sirvió de nada; el ojo estaba perdido. El mismo día el guardabosque repartió todas sus escopetas de perdigones entre los visitantes y salieron a matar al garzón soldado.

Pero hasta el anochecer no cayó ningún tiro, y regresaron sin que nadie lo hubiera visto, y en el pórtico del gallinero tampoco estaba.

La mañana siguiente salieron de nuevo, y yo tuve que acompañarlos para guiarlos al lago. Buscaron hasta el mediodía; luego descansaron, y las muchachas trajeron comida.

Yo no tenía hambre, así que bajé hasta la orilla de juncos y probé el hielo. Su densidad variaba, en un lugar resistía, en otro se rompía; en una parte pude correr por él unos buenos treinta metros.

Cuando me dio temor, me detuve y recorri el lago con la vista. Dela de de mí parecía haber un lugar abiert, había allí dos cornejas acechando peces. Allá, en la otra orilla parecía haberse abierto un hueco bastante grande; se escuchaba gritar al pájaro buzo y el ronco disputar de los pájaros carpinteros. Más atrás en lo alto del bosque se podía oír también ahora la risa de los pájaros carpinteros; el viento estaba quieto, y parecía que alguien chillara junto a mí.

Las cornejas parecían haber atrapado algo. Pero no, no era ningún pez, además ya había estado flotando antes en el agua, y) lo había tomado por una banca de hielo. Primero quise acercar: para ver qué era, pero entonces el viento cambió bruscamente haló las plumas del cadáver, y entonces supe qué era, y también supe que no era ninguna casualidad el que estuviera ahora aquí; en el agua, pues ayer pasó corriendo delante de mí hacia el lago con demasiada seguridad de la meta.

Reflexioné si se lo decía a los demás. Pero no sé por qué de repente se me quitaron las ganas de hacerlo. Levanté una piedra la tiré sobre el hielo. El ruido recordaba un poco los gritos de los grajos, sonaba también a deshielo.


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