Se acabó la rabia


Otro día más en la universidad. Deambular entre los pasillos de granito es un acto rutinario que imito a muchos estudiantes de aquí. Camino buscando rumbo pero todo se vuelve un ciclo, una esfera se convierte un círculo vicioso: Sentarse, andar, dormir. Soy una especie autómata universitaria que al menos no calienta pupitres. Algunas veces pretendo estar solo, otras tantas la compañía se hace soportable, de repente te sorprenden, te dan una palmadita y uno no sabe que hacer ni como sonreír.

Sí, esta tarde es calurosa. Así que camino para agarrar algo de frescura. Me detengo, me siento, vuelvo a caminar y como en un impulso mecánico me echo. Aquel de la esquina lo hace y ¿por qué no yo? El piso está mas frío, ahí me quedo. Cierro los ojos, los abro, es como si el tiempo no pasara. Miro a un lado y a otro. Me rasco las bolas con la lengua.

Hoy, como casi todos los días, vienen en cambote. Me dan comida y agua, entonces uno empieza a mover el rabo como un acto involuntario, uno si sabe como sonreír pero por el lado opuesto al de ellos. Luego me rasco la espalda, para aliviar la picazón, con tanta atención como sino importara el mundo afuera de ella. Somos toda una manada aquí, más bien, son una manada aquí encima de mi cuerpo.

Dejo que me den un gesto de cariño. Unas palmaditas son - casi siempre- bien recibidas. Una niña me grita “ay, qué lindo”. El chico que la acompaña, le molesta, a mi no y no me importa, entonces me vuelvo a rascar las bolas. Olfateo y me hago pipí, justo donde se sientan. Es mi territorio. Pupú, como buen can que se respete, se hace en la grama.

Me alejo cuando quiero dormir, cumplo con una parte del ciclo. En la quinta vuelta que doy veo como él se acerca decidido lentamente. Él con su sonrisa en la boca que los manuales de mi cuerpo responden con un movimiento de cola. Me quedo quieto. Espero la palmada en la espalda, la rascadita detrás de la oreja. Seducidos cual serpiente los perros somos hipnotizados por el índice y el medio en la posición correcta más arribita del cuello.

…Y fue así como sin siquiera darme cuenta me llevó hasta el barandal.

El sabor del placer idiotiza a cualquiera. La vista desde allí, desde el barandal, era buena. Hasta que el movimiento de la mano se detuvo. La sonrisa fija igual que la mirada desorbitada. La cola ya no se movía, sus dedos ya no eran cariño. Me agarró en donde se juntan las manchas blancas y negras. “ahora si se trancó este juego, dominó” Y me soltó hacia afuera de los tubos grises.

El viento comienza a pegarme contra las orejas y levantándolas hacia atrás se extienden como alas. El calor empieza a irse. Espero que también me atrape y ya no estaba. Empiezo a mover las patas buscando el piso. Aunque la brisa es fresca siento un ardor en el cuerpo,  como un miedo que entra fuerte, que quema. El cuerpo se pone de lado, las patas ya no sirven de mucho. Uno ya no sabe como sonreír, el movimiento de la cola se hace involuntario otra vez pero no es de felicidad. El granito se ha vuelto una mancha gris que cada vez se acerca más, quizás es el suelo, golpe y dolor.

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